sábado, 21 de octubre de 2017

LA IMAGEN RENOVADA DEL VIKINGO.



Hace un tiempo (mucho o poco, según cada cual) que abandonamos, o guardamos en un arcón relegada al olvido, la apocalíptica imagen de un vikingo de dos metros de altura, que se protegía su cabeza hueca con un casco con cuernos, mientras de sus terribles fauces goteaba la sangre de los enemigos abatidos. Y no es que los hombres del norte llegasen repartiendo caramelos, pero significaron para la historia de Europa mucho más, que el desempeño de un triste papel de salvajes sedientos de botín.

Daneses, Suecos y Noruegos iniciaron, varios siglos antes que castellanos y portugueses, la época de las exploraciones y la Era de los Descubrimientos, alcanzando costas ignotas, mucho antes que cualquier otro europeo. Tejieron una intrincada red de comercio y unieron Constantinopla con Ribe, Oslo con Moscú, y la ruta de la Seda con las rutas del ámbar. Sus rápidos barcos sorprendieron a todos por su maniobrabilidad y su capacidad para negociar (por las buenas, o por las malas) no conocían límites.

Pero Europa los derrotó. Y lo hizo de la misma manera que había derrotado a los godos, a los francos o a los magiares. Transformó a sus jarls en reyes y a sus guerreros bersekers en mogigatos cortesanos, les cedieron a sus hijas como esposas y así los domesticaron. De esta manera tan sutil se acabó el problema de los normandos. Para el recuerdo quedan nombres como Harlad Diente Azul, Erick el Rojo, Leif Eriksson, Rollo el Caminante o Ragnar Lodbrock.


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