jueves, 14 de febrero de 2013

HORATIO COCLES

el héroe romano que detuvo a un ejército etrusco



Corría el siglo VI a.C., una época en que la leyenda y la historia forman un todo inseparable, siendo imposible aprehender una sin la otra. La futura Ciudad Eterna, una más del maremagnum urbano de la Península Italiana durante la Edad del Hierro, era hostigada por los etruscos, sus refinados (¿y misteriosos?) vecinos del Norte. Su líder, el inquebrantable Lars Porsenna, al mando de un ejército había tomado posesión del Janiculo (el Giannicolo, que no forma parte de las "Siete Colinas", y a cuyos pies se encuentra el famoso barrio del Trastévere), y se dirigía obstinadamente al corazón de la ciudad; para ello, bastaba cruzar el Puente Sublicio. Pero no les iba a resultar nada sencillo.

Horatio Cocles "el de un sólo ojo", estaba dispuesto a impedírselo. Su estrategia, aguantar la acometida etrusca, para darles tiempo a sus conciudadanos a derribar el mencionado puente, cortando así a los etruscos el único camino a la ciudad. 

Al inicio de la refriega, Cocles estaba acompañado por las armas de Espurio Larcio y Tito Herminio. Espurio lanceaba, los romanos aserraban; Herminio lanzaba dardos, los romanos cortaban tablas y maromas; Cocles blandía su espada y destrozaba vidas, los romanos destruían los cimientos. Cuando el puente comienza a tambalearse, Cocles ordena a sus fieles compañeros regresar a la ciudad junto a sus familias y él queda a merced de los enemigos, y continua en solitario la feroz defensa de su ciudad y patria. 


Vencidos por el asombro, los soldados etruscos en ningún momento consiguieron abrirse paso, ni uno solo fue capaz de sobrepasar a Cocles, ni alcanzar el puente; ninguna arma etrusca hirió a romano alguno. 

El esfuerzo salado resbala por el rostro de Cocles, la sangre de las heridas dibuja carmesí su piel, el tosco escudo engrandece su figura, su diestra espada atraviesa cuerpos, cercena miembros, quiebra huesos, y manda al Hades a todo aquel incauto que pretende alcanzar la ciudad. 


Al finalizar la demolición, el puente fue engullido por el río, el abnegado Horatio Cocles se arrojó a sus aguas, y en este punto la tradición se bifurca.

Según Polibio, el héroe murió ahogado, arrastrado al fondo por el peso de su armadura, sepultado bajo las oscuras aguas del Tíber, eligió la muerte a cambio de la salvación de su patria. 


"Se cuenta que Horatio Cocles, mientras combatía contra dos enemigos en la extremidad del puente sobre el Tíber que se halla frente a Roma, vio a un grupo de enemigos que venía en ayuda de sus adversarios. Ante el  temor de que lograsen abrirse paso y entrar en la ciudad, se dirigió a los soldados que se hallaban a sus espaldas y les gritó que se retirasen a prisa y cortasen el puente. Aquéllos obedecieron, y Horacio, aunque malherido, resistió hasta que hubieron cortado el puente, y sostuvo el ataque de los enemigos, detenidos no tanto por su fuerza como por el asombro ante su valiente conducta. Cuando estuvo cortado el puente, el ataque enemigo fue detenido mientras Horacio, que se arrojó al río con sus armas, escogía deliberadamente la muerte, apreciando más la salvación de su patria y la gloria que había de seguir a su empresa, que la vida que aún le quedaba por vivir. Tan grandes son el amor y el entusiasmo por las nobles empresas que inspiran en los jóvenes las instituciones romanas"
Polibio  VI, 55



Tito Livio, ofrece otro desenlace, menos dramático; Cocles, tras invocar la misericordia del Padre Tiberino, se lanza a su seno, y nadando alcanzó la otra orilla. Roma le aclamó, le erigió una estatua y le cedió tierras para vivir. 

"Ante la inminente llegada de los enemigos, los campesinos emigraron, cada cual por su parte, del campo a la ciudad, a la que por lo mismo rodean con guarniciones. Unas partes parecían bien defendidas por las murallas, y otras por el Tíber, que se interponía como obstáculo; pero el puente de madera a punto estuvo de dejar el paso libre a los enemigos, si no hubiese sido por un solo hombre, Horacio Cocles, al que la buena fortuna de la ciudad romana tuvo por baluarte aquel día. Encargado de la vigilancia del puente, después de haber visto que el Janículo había sido tomado mediante un ataque imprevisto, que los enemigos bajaban corriendo apresuradamente de allí y que una muchedumbre de los suyos abandonaba temerosa las armas y la formación, deteniendo a algunos a la fuerza, oponiéndose a su huida e invocando la ayuda de los dioses y de los hombres, afirmaba que tras haber abandonado el puesto de defensa huían en vano; que, si dejaban libre a su espalda el paso del puente, al instante habría más enemigos en el Palatino y en el Capitolio que en el Janículo. Así pues, les aconseja y recomienda cortar el puente con la espada, con fuego o con cualquier medio que pudiesen, que él sostendrá el ataque de los enemigos en la medida en que un solo hombre pudiese resistir. De allí marcha a la entrada del puente y, notable en medio del espectáculo de los que huían de la batalla, tras dirigir las armas contra los enemigos para entablar combate de cerca, dejó paralizados a éstos por el prodigio mismo de su audacia. Sin embargo, el sentido del honor retuvo con él a dos, Espurio Larcio y Tito Herminio, ambos ilustres por su linaje y hazañas. Con la ayuda de éstos, sostuvo momentáneamente la primera oleada de peligro y lo más tumultuoso del combate; luego, incluso a estos mismos los obligó a retirarse a un lugar seguro, al llamarles los que cortaban el puente cuando sólo quedó una pequeña parte de éste. Dirigiendo después a su alrededor terribles y amenazadoras miradas a los jefes de los etruscos, tan pronto los desafiaba individualmente como les reprochaba a todos que, esclavos de reyes soberbios, venían a atacar la libertad ajena, olvidándose de su propia libertad. Dudaron algún tiempo, mirándose unos a otros para entablar el combate; luego la vergüenza movió al ejército enemigo y, tras lanzar un griterío, arrojaron de todas partes jabalinas contra su único enemigo. Habiéndose clavado todas ellas en el escudo con que se cubría, y como él mantuviese el puente no menos resuelto en su arrogante posición, ya se disponían con ímpetu a echar al héroe, cuando simultáneamente el estrépito del puente se rompía y el griterío de los romanos que se originó por la alegría de la finalización de su empresa contuvieron el ímpetu con un repentino pavor. Entonces Cocles dijo: "Padre Tiberino, te ruego piadosamente que recibas estas armas y a este soldado en tus propias aguas". Entonces, armado como estaba, saltó al Tíber y, a pesar de la multitud de flechas que caían sobre él, lo atravesó a nado sano y salvo hasta los suyos, después de haberse atrevido a una hazaña que en la posteridad tendría más admiración que crédito. La ciudad se mostró agradecida a tan notable valor: se le erigió una estatua en el comicio y se le dio todo el terreno que pudo rodear con un surco arando un solo día. En medio de los honores públicos resaltaron también los testimonios particulares de afecto, pues durante la época de gran escasez cada uno, según sus recursos particulares, le llevó algo quitándolo de su propio alimento".
Tito Livio II, 10


Y ahora, estimado lector, o amiga lectora, te toca a ti decidir cual fue el destino de Horatio Cocles. 

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